El mercurio no contamina el Ártico por vía atmosférica
Según el estudio, publicado en la revista científica Nature, la investigación señala que la vegetación y el suelo de la tundra secuestran durante todo el año el mercurio, un metal pesado altamente tóxico presente en la atmósfera en estado gaseoso.
El equipo internacional de científicos formado, entre otros, por miembros del CNRS y de la Universidad de Colorado (EE.UU.), detectó que el mercurio es liberado en gran cantidad durante la primavera a través de los cursos de agua a causa del deshielo, un fenómeno que podría verse amplificado por el cambio climático.
Los investigadores realizaron mediciones en Alaska durante dos años, durante las cuales observaron que el metal pesado capturado en la tundra supone entre un tercio y la mitad del presente sobre la superficie. La volatilidad del mercurio explica que este metal pesado acabe en el Ártico a pesar de la gran distancia que separa este territorio de las fuentes de contaminación.
Fruto de la combustión de carbón en las centrales eléctricas, así como en las actividades mineras o industriales, su nivel se ha triplicado en los océanos como consecuencia de la actividad humana en los últimos siglos, donde se acumula en los grandes depredadores como las morsas, los osos o algunos peces.
Este fenómeno es "especialmente preocupante en el Ártico, donde los niveles de contaminación de los animales se sitúan entre los más elevados del planeta", advierten los científicos. El problema, señalan, se produce cuando este metal pesado viaja de las aguas del Ártico a la mesa, en especial a través del pescado, ya que el mercurio causa graves problemas para la salud.
Entre los efectos perjudiciales identificados por los científicos se cuentan los daños permanentes en el cerebro, riñones y en el sistema digestivo; aunque su impacto resulta aún más agudo en fetos, bebés y niños, ya que la toxina atraviesa la placenta y pasa por la leche materna.
Uno de los casos más conocidos de los problemas para la salud originados por el mercurio es el de la ciudad japonesa de Minamata, víctima de la mayor intoxicación por esta sustancia en 1956, en la que murieron 1.700 personas y otras miles quedaron gravemente enfermas o con discapacidades permanentes.