La selva de Irati, un lugar fascinante del Pirineo
Las primeras nieblas mañaneras que marcan el final del estío y el inicio del otoño traen el olor a humedad que caracteriza a estos bosques atlánticos. Los últimos chaparrones del pegajoso verano se convertirán sin querer en las pertinaces lloviznas que anuncian el otoño. Las brisas que acariciaban las laderas boscosas en un suave balanceo de crestas arbóreas se descuelgan ahora silbando por entre las quebradas y los cantiles. La gama de verdes que ha lucido la foresta los últimos meses se motea ya de dorados y ocres. El espectáculo del otoño acaba de levantar su telón.
No es fácil olvidar los impresionantes paisajes otoñales, pintados de colores, formas y texturas, que se descubren en un paseo por el corazón de los bosques de Irati. Imágenes casi mágicas veladas por la escasa luz que deja pasar la vegetación y las húmedas nieblas que inundan la fronda con la otoñada. Una magia que ha traído consigo una herencia de leyendas. Si las brumas se condensan y los vientos mueven las copas de los árboles, quizá se cruce ante los atónitos ojos del excursionista un desfile de lamias (dragones con cabeza de mujer) con el sudario de la reina Juana de Labrit, madre de Enrique IV, tristemente famosa por hacer destruir las casas e iglesias de los católicos que habitaban estos lugares.
El principal valor de este enclave se muestra en el excelente estado de conservación de toda su inmensa foresta y en el adecuado equilibrio de cada uno de sus ecosistemas. La regeneración natural del bosque ha sido capaz de devolver al territorio la arrebatadora belleza que ahora luce, a pesar de la explotación forestal sufrida en siglos pasados. Como en los tiempos de aquella invencible flota de la Marina Real, que taló grandes extensiones del bosque para construir los barcos que combatían contra Inglaterra.
El río Irati se usaba entonces como autopista fluvial para hacer navegar los troncos hasta los aserraderos de Sangüesa. El alto índice de precipitaciones anuales convierte cada rincón en una zona de especial profusión de vida, tanto animal como vegetal. Los manantíos salpican las laderas y empapan las tierras profundas y orgánicas que sujetan este grandioso manto verde. La masa arbórea se compone de dos especies esenciales: hayas y abetos, en forma de manchones puros o mezclados entre sí. Pero también se nutren sus espesuras de robles peludos, arces, tejos, serbales, acebos, avellanos y tilos, la plétora de vegetales más representativos de la Navarra emboscada.
Los montes mejor preservados
Tres reservas naturales con medidas especiales de conservación y protección guardan las áreas más valiosas de todo el entorno. La de Mendilatz se sitúa en el valle de Aezkoa, en las vertientes del monte del mismo nombre, muy cercana a la frontera con Francia. La orografía caótica con abundancia de quebradas, simas y fisuras ha facilitado la preservación óptima del enclave, debido a las dificultades de acceso a cualquier tipo de explotación forestal. Cobijados entre la profusa capa herbácea conviven grandes herbívoros, como ciervos y corzos, junto a pequeños carnívoros de actividad incansable, como martas y ginetas. Entre el grupo de las aves tienen especial interés las parejas de pitos negros y picos dorsiblancos que comparten el territorio.
Tristuibartea es el nombre de otra de las reservas afincadas en la selva de Irati. Localizada en la ladera norte del monte Petxuberro, también en los terrenos del valle de Aezkoa, su característica principal radica en albergar un tupido bosque de robles peludos. El tamaño de esta formación y el excepcional desarrollo de la mayoría de sus ejemplares convierten su feudo en un buen ejemplo de la madurez arbórea, a la que deberían aspirar todos los montes peninsulares.
El tercero de los espacios protegidos se ubica sobre una superficie de 64 hectáreas en el monte La Cuestión, y recibe el apelativo de Lizardoia por ocupar la ladera norte del monte homónimo. Está considerado el paraje de mayor interés de Irati por la estructura monumental del bosque que lo habita. El aislamiento y las escasas vías de penetración han convertido este hayedo en el más viejo de la Península, con tremendos ejemplares de porte espectacular. Un camino, procedente de las inmediaciones del embalse de Irabia, se interna en la reserva para perder su existencia al poco de llegar a ella y quedar tan solo en una estrecha vereda que llega incluso a desaparecer algunos tramos sumergida entre la maraña arbustiva.