Hace casi un año los investigadores Stephen T. Garnett y Christidis defendían en un artículo que publicaron en Nature que "la anarquía de la taxonomía obstaculiza la conservación de la biodiversidad" y proponían una forma más racional para nombrar las especies. Un grupo de 184 investigadores, muchos de ellos taxónomos, responden en otro artículo publicado en PLOS Biology por qué la taxonomía debe seguir basándose en la ciencia y no quedar supeditada a la legislación.

Cuando se decide proteger un espacio natural, no sólo se protege el paisaje y el sustrato geológico, sino también los seres vivos que allí viven, las especies. El problema que plantean Garnett y Christidis, es que, cuando una especie cambia de nombre, la legislación deja de ser aplicable. Por ejemplo, en un determinado momento en España se decide prohibir la caza de los cangrejos de río autóctonos, Austropotamobius pallipes, para evitar que desparezcan de nuestros ríos. Imaginemos que los estudios sobre este animal avanzan y descubren que lo que se creía que era una sola especie son en realidad dos, una distribuida en el norte y otra en el sur que pasaría a llamarse Austropotamobius andalusicus. 

En sentido estricto, la legislación deja de aplicarse a la nueva especie, y podría volver a cazarse. "¿Hay que renunciar a diferenciar científicamente las poblaciones meridionales, para que no sean depredadas por los cangrejeros?, ¿Debemos dejar de investigar para que sea posible proteger los organismos que no deseamos que desaparezcan?", se pregunta Miguel Ángel Alonso Zarazaga, investigador del MNCN y uno de los firmantes del trabajo. "Lo que proponen Garnett y Christidis es cambiar todo el sistema de clasificación biológica para que se adapte a la legislación, cuando debería ocurrir justo lo contrario. Eso incluye la creación de una especie de tribunales de legos en la materia (juristas, conservadores, e incluso políticos, entre otros) que darían la venia al investigador para poder describir las especies nuevas. Algo acientífico y descabellado", continúa. 

Una vez asegurada la singularidad específica de unas poblaciones de organismos, se infieren sus posibles relaciones de parentesco y a continuación se las nombra de forma que ese conocimiento quede explícito en el nombre. La forma de asignar nombres científicos no es ni puede ser arbitraria sino que se basa en las relaciones de parentesco (filogenia) que existen entre los seres vivos. La ordenación taxonómica persigue representar esas relaciones. "Para solucionar este problema legal quizá deberíamos plantearnos proteger entidades orgánicas y no solo especies concretas, pero no se puede dejar de lado la ciencia de la taxonomía, esa que nos ha permitido conocer y organizar el mundo", apunta Antonio G. Valdecasas, también investigador del MNCN y coautor de la respuesta.

Gracias al sistema de nomenclatura que creó el científico sueco Carlos Linneo en el siglo XVIII, el nombre de una especie nos permite conocer sus relaciones de parentesco con solo verlo así como la biológía que ha permitido llegar a esa nominación. Los nombres científicos de las especies siguen el sistema de nomenclatura binominal. Formados por dos palabras, la primera es el género del animal y la segunda concreta la especie a la que pertenece. 

"Si hablamos de Homo sapiens sabemos que tiene brazos y piernas, y que casi todos sus miembros manejan un lenguaje elaborado, entre otras características. Con solo ver el nombre sabemos que estamos hablando de una especie que tiene antepasados más cercanos con Homo erectus que con Gorilla gorilla", explica Valdecasas. "Como en el resto de disciplinas científicas, a medida que se profundiza en los caracteres de los organismos, las relaciones de parentesco se van refinando y su nombre debe ajustarse a ese conocimiento ya que el nombre científico de las especies es como su DNI biológico", continúa.



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