Se acercan tiempos duros para los dioses que habitan la cumbre del Monte Kenia, en el centro del homónimo país africano. Los glaciares en los que viven y que antaño cubrían el pico de la segunda montaña más alta del continente se están derritiendo. De seguir así, los mortales que residen en la región aledaña también se verán obligados a escoger otro nombre para Kirinyaga (Monte de Blancura).
Mientras los seres divinos buscan nuevos hogares, el cambio climático y la escasez de agua están generando conflictos entre los humanos a los pies de la montaña, que se agravan debido al rápido incremento de la población y la impunidad de los que usan los recursos sin control.
De los 18 glaciares del monte que existían hace un siglo, solo quedan 10, según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente. “Algunos creen que se debe a una maldición y, por eso, sienten que no deben hacer nada para frenarlo, ya que no está en sus manos. La actitud es que el agua es un don de Dios y no hay que preocuparse, porque él nos dará”, explica Stanley Kirimi, coordinador del Laikipia Wildlife Forum, una organización que aglutina a más de 6.000 miembros para una correcta gestión de los recursos medioambientales en la provincia.
Kirimi pasea al borde del río Nanyuki y se queja de la escasa lluvia de este año y de la prolongada sequía que, previsiblemente, durará hasta abril o mayo. A medida que los recursos hídricos menguan, crece la demanda. “A los problemas derivados del cambio climático y el incremento demográfico, se suman un número excesivo de granjas y el descontrol total en el uso de los recursos y en la tala de árboles. Tampoco hay un estudio serio sobre el subsuelo. Este río fluye hacia Somalia: si no lo hacemos bien, habrá mucha más gente que sufra por el camino”, insiste.
“Sería suficiente organizarnos correctamente para evitar los conflictos y conservar agua en la temporada de lluvias”. Sin embargo, admite que esta solución es cara y solo las empresas se la pueden permitir.
La cumbre del Monte Kenia se esconde tras las nubes a las espaldas de Robert Myall. Este hombre nació aquí hace 62 años y desde entonces, asegura, el cambio ha sido enorme, pero en sentido negativo. “Venía con mi padre a pescar a este río de pequeño, pero ahora que tengo nietos no puedo hacer lo mismo”, lamenta. Por esa razón decidió involucrarse en un grupo de gestión del agua y contribuir a actividades de sensibilización dirigidas a pastores y campesinos que extraen agua del río pese a carecer de permiso para ello.
Cabras y ganado pastan libremente por la zona, lo que hace imposible asegurar la limpieza del agua. Algo que parece no importar mucho a los vecinos. “Para ellos es crucial disponer de agua, poco importa que sea sucia”, confirma el hidrólogo James Mwangi.
“Antes la gente compraba tierras cerca del río para cultivar, pero hoy no sirven. Los caudales han pasado de perennes a temporales. No puedes confiar en ellas, hay que guardar reservas y la comunidad tiene que encargarse de gestionarlas”. Aunque el experto esté luchando para cambiar la situación de su entorno, indica que la estrategia debería implementarse a escala nacional. “Tenemos mucha agua, incluso inundaciones que lo destrozan todo, pero faltan inversiones públicas y compromiso político. La gente paga 50 céntimos por cada 1.000 litros de agua usada: es muy poco y no está incentivando la conservación”.