A veces llamadas vegetales marinos, existen buenas razones más allá de la gastronomía para tener a las algas en consideración. El kelp, en particular, tiene el potencial de reducir en enorme medida la acidificación del océano.
Propio de aguas costeras frías, crece con rapidez sin necesidad de fertilizantes, y absorbe el dióxido de carbono -que puede agravar el cambio climático- además de los excesos de nitrógeno y fósforo. El problema, no obstante, es que no existe en cantidad suficiente.
Y ahí entra en escena su cultivo. China lidera el sector: en 2015 produjo más de 7 millones de toneladas, apunta Muhammed Oyinlola, ecólogo marino de la Universidad de la Columbia Británica. Japón y Corea del Sur también tienen granjas de kelp desde hace siglos.
Según Oyinlola, si el cultivo marino se expande, «podría secuestrar miles de millones de toneladas de CO2 de la atmósfera». Y esa expansión podría traducirse en más biodiversidad: solo en California los investigadores han descubierto que los bosques naturales de kelp pueden albergar más de 800 especies de fauna marina.
El kelp y otras algas son ricas en minerales y fibra, y tienen propiedades espesantes. Por todo ello se usan como ingredientes de productos cosméticos y vitamínicos y para alimentar ganado y peces de acuicultura. También aparecen cada vez en más platos como un ingrediente fresco y sostenible.
Fuente: National Geographic,