En 1989, el Protocolo de Montreal dispuso la reducción global de la emisión de gases industriales, en especial los llamados clorofluoruros de carbono o CFC, para recuperar la estructura de la capa de ozono que protege a los seres vivos de la emisión nociva de radiación ultravioleta. La medida tuvo, en ese plano, un éxito notable: un reciente reporte de las Naciones Unidas confirma que la capa “se encamina hacia su restauración total en las próximas décadas”. Sin embargo, los gases que ahora se usan en reemplazo, HCFC y HFC, empiezan a preocupar a los científicos por su potencial impacto sobre el clima.
HCFC y HFC no dañan la capa de ozono pero “son peores gases de efecto invernadero”, explica el doctor Pablo Canziani, investigador del CONICET y ex integrante del Panel Internacional de Cambio Climático (IPCC) de la ONU.
Los CFC se inventaron en 1928 y ganaron cada vez más importancia en los años ‘60 para su uso en refrigeradores, equipos de aire acondicionado, aerosoles, solventes, espumas y otras aplicaciones. El HCFC fue uno de los gases que se introdujo en la década del ‘90 para reemplazar a los CFC y evitar daños a la capa de ozono. Sin embargo, su efecto invernadero es 2.000 veces más potente que el del dióxido de carbono (CO2), liberado a la atmósfera principalmente a partir de la quema de combustibles fósiles, la deforestación y los cambios de uso del suelo.
Para Canziani, quien fue parte del equipo científico de la Misión Satelital UARS de la NASA y trabaja en la Unidad de Investigación y Desarrollo de las Ingenierías de la Facultad Regional Buenos Aires de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN), es necesario que se desarrollen y empleen otros gases refrigerantes que no tengan impacto ambiental.
El especialista argentino fue uno de los responsables en armar un documento con los resultados principales del informe de la ONU sobre la capa de ozono para que los tomadores de decisión diseñen políticas basadas en evidencias científicas.