La energía se transforma de una a otra aunque este proceso no significa que siempre sea fácil ni que todas las conversiones sean igual de costosas. Al contrario, muchas transformaciones energéticas implican pérdidas importantes.

Teniendo en cuenta la escasez de recursos energéticos fósiles, es fácil entender por qué se debe utilizar la forma adecuada de energía para cada uso, y no recurrir a formas más nobles, o con menor entropía o mayor orden, cuando lo que se precisa es energía en una forma degradada, como el calor, puesto que con ello se desaprovecharía el mayor coste de haber obtenido una energía de alta calidad.

En ninguna transformación energética se puede aprovechar el 100% de la energía original. Por ello, cuantas más transformaciones se efectúen entre la forma original de la energía y la de su uso final, más energía se pierde.

Por ejemplo, podemos calentarnos a partir de gas natural por dos procedimientos: podemos quemarlo en una estufa adecuada, con lo que obtendremos el 80% de su poder calorífico. En el segundo procedimiento, el gas se quema en una central termoeléctrica, la electricidad generada se transporta y, finalmente, ésta se convierte en calor en una estufa eléctrica. Con este procedimiento se obtiene al final aproximadamente tan sólo el 30% del poder calorífico total del gas. La diferencia entre el 80% del primer caso y el 30% del segundo, es lo que se debe pagar por haber recurrido a una forma de energía de alta calidad o baja entropía como la electricidad.

Elegir correctamente las fuentes de energía para su uso final, evitar transformaciones no estrictamente necesarias y aprovechar lo hasta ahora considerado como pérdidas energéticas, reduce drásticamente la energía primaria o inicial (aquella obtenida en origen de las fuentes de energía naturales) que se precisa para obtener la misma cantidad y calidad de energía final útil. Alrededor el 50% de la energía primaria se pierde en transformaciones, transporte y distribución de la energía.

A pesar de que parece lógico que se intenten minimizar las pérdidas de energía útil, ello no ha sido así durante muchos años. A pesar de que era más barato, más rápido, más seguro y que causaba menor impacto ahorrar energía usándola mejor que construir nuevas centrales para cubrir este mal uso, no se hacía. Ha sido el siglo XX el que ha empezado a marcar las diferencias.

El siglo XX ha sido un siglo marcado por la preocupación por la calidad medioambiental. En 1972, el «Informe Meadows» se convirtió en el primer estudio de ámbito global sobre las relaciones entre crecimiento, tecnología y medio ambiente. En el mismo se aseguraba que el desarrollo no se puede basar en el crecimiento económico, sino en la renovación de los recursos que consumimos a una velocidad suficiente para que nos permita desarrollarnos en el futuro. La idea que subyace en la teoría de Meadows es que podemos producir tanto o más usando menos.

Es a partir de ese momento que se especifica el concepto de desarrollo sostenible como la definición simultánea de objetivos globales sobre el mantenimiento del crecimiento de la economía, la eliminación de la pobreza y la conservación de los recursos naturales. Una de las condiciones, y resultado a la vez, del crecimiento sostenible es el mantenimiento, mejora y expansión de la base natural sobre la que se asienta la producción económica y la reproducción social. Así, el desarrollo sostenible es aquel que maximiza los beneficios netos del desarrollo económico, en términos amplios, sujeto al mantenimiento de los servicios y a la calidad de los recursos naturales en el tiempo.

Esta revolución, que se inició hace más de 45 años, está culminando actualmente, con la idea de que podemos producir tanto o más, utilizando menos.

La llamada revolución de la eficacia debe llevarnos a un desarrollo sostenible: extraer el máximo rendimiento por cada unidad de recurso. Los expertos aseguran que hay que aplicar masivamente tecnologías y procesos productivos que permitan obtener el mismo producto final, pero utilizando sólo una cuarta parte, como máximo, de los recursos materiales, energéticos o de transporte. La idea que subyace es que se pueden ahorrar aquellos watts que no consumimos gracias a un uso más eficiente de la energía: si se puede aportar la misma luz o calefacción con menos energía, los consumidores también pagarán menos por el mismo servicio y la empresa ganará dinero.

Dentro del sector industrial hay algunos subsectores en donde la incidencia de los costos energéticos tiene un peso superior que en otros como, por ejemplo, en los sectores químico, el de productos minerales no metálicos o el siderometalúrgico.

El aumento de la eficiencia energética durante los próximos años permitirá que «la cantidad de energía primaria requerida para un servicio dado puede ser reducida, de forma rentable, entre un 25% y un 35% en los países industrializados». Y el ahorro podría llegar hasta el 45% en los países en desarrollo donde cuentan con máquinas y equipamientos obsoletos. Es decir, se podría hacer lo mismo con la mitad o con dos terceras partes de la energía que se emplea en la actualidad.

Entre los factores que retrasan la implantación de equipos eficientes, el informe destaca la falta de información y preparación técnica, la incertidumbre empresarial sobre la rentabilidad de las inversiones en tecnologías de alta eficiencia, la falta de incentivos para abordarlas y que la contaminación no vaya incluida en la factura energética.

La ONU en el «Informe Mundial de la Energía» avisa de los riesgos que conlleva cualquier modelo de desarrollo económico basado en el uso ineficiente del petróleo, del gas natural y del carbón. Los bajos precios de los combustibles fósiles nunca han reflejado los costes ambientales que supone su utilización. Según el informe, si lo hicieran, mejoraría la eficiencia y la implantación de las energías renovables en todo el mundo.

Las previsiones para las energías renovables son halagüeñas, con un 20% de caída de los costes cada vez que se dobla el uso de este tipo de energías. Algo que no parece lejano si se piensa, por ejemplo, que cada año se duplica la potencia eólica instalada en España. La ONU recomienda que los Estados faciliten la financiación de las primeras fases de desarrollo de las renovables a la vez que se aumentan los precios de los combustibles fósiles para que internalicen los costes ambientales.



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